Cuento corto
- Adri Fitanovich
- Jul 5, 2017
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Es muy especial, se está diciendo mientras se hunde en su butaca, observar esta calle día tras día, siempre igual a sí misma, sabiendo que nadie te está viendo ver. Los sonidos que llegan a través de la ventana, ajenos a la noche, que es azulada y en la que no hay una sola nube, y que meten los dedos en la habitación como si fueran, de alguna manera, se dice mientras los escucha, migas cayendo de alguna tarta que se comparte, muestran ciertas costumbres de las personas, y son más elocuentes, de lo que nadie, incluso él, suele estar dispuesto a reconocer. Pues esta noche admira en las personas el fantasma que invocan haciendo sonar tan sólo sus zapatos sobre la acera, y se identifica con la luz encendida, allá, a quince calles de él, sobresaliendo entre el resto de edificios, clausurados o envueltos por el sueño, que es tan grande como un sacapuntas en la palma de la mano. Una luz lejana y humilde, se dice, igual que un signo perfecto. Y de seguido piensa que lo otro le cuesta más, mientras cambia de postura en la butaca, en una oscuridad en la que brillan apenas unos pocos objetos: la ambiciosa máscara de identidad que uno se afana en perseguir, que se resume en palabras cuyo poder es el de contener todos los matices, y todas las razones, sobre sí. Palabras que se pronuncian con un tono distinto al resto, porque traen consigo paisajes, actos, personajes secundarios, sufrimientos, íntimos, palabras como ‘encargado’, 'farmacéutico’, 'escritor’, 'conductor’.
El problema de la identidad, se dice ahora que se ha levantado y ha ido a la cocina, mientras se sirve un vaso de agua (porque el calor, aunque es tenue, le da sed ) que bebe hasta la mitad y deja en el fregadero, yace en la dificultad de diferenciar entre quién se es y quién se quiere ser. Y así, de repente, como si al pensar esta frase hubiera accedido a un barrio olvidado de su memoria, recuerda cómo, una noche en que regresaba a casa de madrugada, años atrás, una noche como esta misma, piensa mientras regresa a la penumbra del salón, aunque por otra parte muy diferente, descubrió un par de ojos que miraban la calle, detrás de una cortina, una sombra con la luz apagada, es de suponer que para no ser descubiertos, sobre el primer piso de un edificio que tenía la fachada de ladrillo descubierto. La calle desembocaba en su casa, y a aquellas horas era yerma, no había nada en ella, ni movimiento, ni sonido, ni luz. Apenas su sombra amarillenta cobraba volumen sobre los autos aparcados en batería. Nadie venía en su dirección, y nadie lo seguía. Sin embargo estaban los ojos, que miraban la calle.
Y recuerda también, esta noche que sin duda le parece hermosa como puede serlo la buena compañía, o las amistades viejas, en las que no hace falta habla demasiado, que en realidad, lo que lo dejó perplejo en un primer instante, no fue el saberse mirado contra su voluntad (espiado), sino el vago presentimiento de no recordar haber pensado, mirado, dicho, sentido, nada, en el transcurso de la calle, hasta descubrir que le miraban. Confiesa (pero a quién lo confiesa, y por qué es necesario confesar), de espaldas a la ventana, mientras se dedica a fumar cigarrillos, que fue incapaz de extraer un sólo color para pintar aquel minúsculo fragmento de su existencia. Por mucho que intentó rescatar en qué había estado pensando mientras maquinalmente regresaba a casa, no dio con nada, no reconoció un pensamiento, un deseo, por fugaz que fuera. ¿Quién había sido él en aquel paseo?, recuerda que se preguntó mientras abría la puerta de su casa. ¿Qué persona se había adueñado de él, desterrándolo temporalmente, qué vacio fue aquel en el que entró, sin apenas notarlo? Y recuerda ahora, con media sonrisa en el rostro, media nada más, media sonrisa que se pierde en el gesto de chupar el cigarro, cómo progresivamente, al encontrar al día siguiente y en adelante los ojos que miraban, acompañados siempre del repentino sabor de saberse nadie, fue descubriéndose vacío, y cómo al principio fue algo que vino a llenar charcos, la mirada bovina en el espejo mientras se cepillaba los dientes, el rasgueo del cuchillo sobre la tabla en la cocina, la simple huida en el humo del Fortuna. Y de qué manera, pronto, no pudo hacer nada que no trajera consigo aquel recóndito aroma.
Pero ahora respira levemente, cruza una pierna sobre la otra y se hunde en su butaca, y de la calle llegan otros rumores, pues acaba de comenzar la primavera y los árboles mantienen conversaciones que son de reencuentro. Es por ello que hay tanta gente ahí fuera mientras yo estoy en esta agradable penumbra, se dice, y es por ello que las paredes de la habitación me parecen, por decirlo de alguna manera, verdosas, llenas de musgo, húmedas, cálidas. Porque es cierto que se siente a gusto con su propia conversación, y está disfrutando de su memoria, que esta noche le parece, por una vez, una forma de resistencia, un filtro que ha ido eliminando, trabajosamente, a través de numerosas decantaciones, los malentendidos y las angustias, devolviéndoselos sin reproches, no como entes que condicionan su existencia sino como la tierra sobre la que está plantando. Es por ello que le resulta chistoso el insulto que sintió en la actitud de aquella persona, sobre la que desconocía todo, salvo el atributo de mirar; oculta como estaba tras las cortinas, desconocía si era hombre o mujer, joven o anciano, y había proyectado, consecuentemente, algo mitológico también en la extraña figura que pasaba las horas sin notar el cansancio, en una misma postura: un fanatismo, una entrega absoluta, una forma de sadismo, pulverizado con spray sobre la acera. Y también le causa una gracia ausente, que casi le resulta de otra persona, el pensar en aquel vacío que comenzó a invadir su vida, y cómo se decía, en la época pasada, que era como si le hubieran apagado un fuego importante, y hubiera quedado sólo el agujero del hollín.
Porque, aunque ahora está tranquilo y hasta en paz o acurrucado por la noche, la verdad es que en aquel momento le resultó inadmisible la simple verdad que vislumbró a medida que la niebla invadía escalonadamente las habitaciones de su pensamiento. ¿Quién era él cuando no era nada? ¿Qué pasaba con su identidad cuando esta se convertía en un mero gesto? ¿Dónde quedaba su persona si la despojaban de intenciones y la mostraban, quizás no desnuda, pero sí obtusa?
Y es por ello que disfruta tanto de esta simpleza de fumar, despreocupadamente y sin atender a nada en concreto, en mitad de una noche ruidosa, hundido en su butaca, pues entre calada y calada, de espaldas a la ventana que da a la calle, recuerda tiernamente el día en que vislumbró, por una casualidad, la cortina de la habitación recogida; y se dice que, en este alborozo primaveral de medianoche, reconoce lo mismo: que uno no es más que un gesto automático, involuntario, destinado no a ser entendido sino observado, y que las otras palabras, las seductoras, las ambiciosas, estas, son la figura inerte, colgada de la pared, los dos ojos dibujados en una tela, que observó a través del cristal.
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