Tenemos algo que nos diferencia
- Adri Fitanovich (texto) y Pablo Ortzi (foto)
- May 4, 2017
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Tenemos algo que nos diferencia, ha dicho esta mañana mi compañera, justo antes de salir, conspicuamente. Al mirarla he pensado que estaba francamente pálida, desmejorada, con los pelos revueltos que le caían sin gracia por la cara. He sentido, es cierto y lo reconozco, un escalofrío al oír la frase, pues no se deben decir cosas así, pero nadie más la había oído, y hemos salido al exterior.
Estamos en la plenitud de nuestra vida. Moriremos, según ha establecido la jerarca, en menos de quince días. Los días son hermosos y a la caída del sol volvemos del trabajo. Entonces jugamos entre nosotras al baile y afinamos el oído ante el más leve indicio de vibración. Son bailes amables, insignificantes, pues los acometemos cuando no hay sol, y sin el sol podemos ser divertidas un momento, justo antes de dormir, aunque cuando las veteranas nos han descubierto han montado un gran escándalo, hablando incluso de iniciar investigaciones. Las más mayores nos tratan con poco cariño, no son capaces de admirar el cambio, y nosotras sabemos que un poco de diversión es necesaria. Y las rallas son todas amarillas y negras, y el dorado sigue dorado, como dicen. Por suerte seguimos siendo un todo y no hay de qué preocuparse por las quejas de unas viejas.
Sabemos que la reina es joven y nuestra mayor esperanza y fruto de toda ilusión es verla una vez entre nosotras, bailando y sonriendo.
Reconozco que aprecio más el trabajo ahora que he sido ascendida. No soportaría quedarme en casa haciendo las tareas y cuidando a las niñas pequeñas; el tiempo que pasé en la construcción fue arduo. Se repitieron por aquella época episodios que buscaban desestabilizar el sistema; por la noche el tumulto se adueñaba del panal, y hubo numerosísimas detenciones y exilios forzados, muy comentados por nosotras.
Yo odio pensar en aquella época tan oscura. Es por ello que me siento tan agitada cuando mi compañera de trabajo dice frases como la de esta mañana. La he avisado numerosas veces de que si persiste en su actitud de conspiración, por laxa que esta sea, habré de dar parte, pero es igual que si azuzara un fuego. Ante mi madurez de pensamiento no hallo más que irresponsabilidad. Le digo: concentrémonos en el trabajo. Seamos grandes como un todo. Pero incluso cuando la jefa intercepta a las exploradoras y se produce el valioso intercambio de información la veo rumiando sus sospechas.
Porque de entre todas, sólo ella permanece ajena a este juego, igual que si fuera mejor que las otras, igual que las viejas. Y yo creo que si no la han degradado ya a la construcción o a la cría es sólo porque, ciertamente, su eficiencia en los vuelos de recolección es notable. Sólo yo tengo mejores números, como le repito siempre que tengo ocasión, mientras ella mira, con sentido desprecio, a las otras compañeras.
Recolectamos el aroma de las flores y lo hacemos con dulzura, nuestras patas y antenas se sumergen en el polen y allí permanecemos unos segundos anonadadas por la belleza y la gracia antes de alzar el vuelo y regresar al castillo que lo es todo para nosotras. Luego, las hermanas (somos todas hermanas, diga lo que diga mi compañera) mezclan el polen, y la reina misma se alimenta de nuestra labor, así como las crías en fase de crecimiento. No hay mayor honor, aunque nos repitan que es lo mismo recolectar que construir las celdas, no hay mayor honor ni es más grande el placer del trabajo que cuando, bajando por la falda misma, por la comisura interminable, por la carne del cuerpo de amor abierto, ciega a cualquier amenaza, poseídas por el gran espíritu al que pertenecemos, introducimos las manos, las antenas y el cuerpo, las alas mismas, en el polvo de esencia de la flor. Viejas pensadoras hay en la colmena que argumentan, no sin cierta perspicacia, que de la misma manera que la ruptura de continuidad de la colmena se supera en el pensamiento, también hemos de esforzarnos en entender que es siempre una abeja, y una flor, la misma una y otra vez, igual que la misma reina da a luz, siempre la misma reina, como si a lo largo de la historia no hubiéramos sido, realmente, más que UNA colmena y UNA flor, haciéndose carne cíclicamente hasta el fin de los tiempos. Esto lo entendemos claramente, pues es la verdad. Y si alguna vez me he excedido en mis reproches hacia mi compañera ha sido sólo por decencia, y he corregido la brusquedad sin dilación, pues no conocemos el rencor, pero sí la justicia.
Algo ha ocurrido hoy sin embargo que me ha sumido en este estado reflexivo. A pesar de que no se recuerda en la colmena un periodo de mayor afluencia de recolectoras, atravesamos un periodo de escasez. Quizás las malas miradas ante las danzas pueriles cobren ahora otra dimensión. Todas las mañanas al amanecer, justo después de que las flores hayan soltado su éter más puro por la caricia del rocío y las exploradoras hayan partido, las recolectoras nos juntamos en el mismo sector de la colmena y recibimos una charla de motivación. Se trata de un baile repetitivo, cargado de un significado ancestral y místico, y siempre es una de las ancianas la encargada de llevarlo a cabo; las más ortodoxas creen que todo vuelo debe significar algo, y por ello se ha extendido el terrible comentario respecto a las jóvenes. No me atreveré a nombrar la palabra. La danza se prolonga lo necesario, y cuando regresan las primeras exploradoras salimos a recibirlas en pelotones. Ellas bailan entonces, a pesar del cansancio (son las más valerosas), el sentido de las flores, y lo hacen mirando al sol, y así refieren la distancia que nos separa del trabajo. Lo siguiente es desplegarnos en sectores. Lo hacemos individualmente pero avanzamos desde una misma referencia, de tal manera que ante cualquier ataque o situación paradójica no tengamos más que cubrir una equidistancia para alertar a otra compañera. Trazamos una red, y así peinamos los campos con el deleite de ver formarse una mancha amarilla o blanca entre el verde, o púrpura y roja sobre el marrón, o azul en el amarillo. Los campos son variados y aunque individualmente nuestro mayor riesgo esté en las ávidas arañas, debemos permanecer siempre en tensión ante la trágica amenaza, pues nuestra forma más definida y perfecta, la colmena, es también sensible al daño.
Ocurrió tras separarnos de la colmena esta mañana: transcurría todo tranquilamente y me encontraba pletórica cuando noté un alboroto próximo al sector donde trabajaba. Aunque miento. No se trataba sólo de un alboroto. Al entregar la primera carga en la colmena me habían referido que, de entre todas las que habíamos salido a la mañana, tan sólo yo y mi compañera díscola habíamos hecho colecta. Extrañada, me dirigí al sector que trabajábamos, un inmenso rosal que ocupaba un muro a medio derrumbar. Las flores desparramadas sobre la honda mata de hoja oscura temblaban apenas. El vergel desvelaba la risa de la colmena, de la que nos encontrábamos a unos buenos quince minutos, y sin embargo lo que debía ser un enjambre de frenética actividad se mostraba - lo vi entonces- calmo y despejado. Sobrevolé el muro olfateando las flores palpitar en el pecho de la mata de espinas. Volé en oblicuo muy despacio, pero no vi nada. Esto aumento mi congoja. Me elevé sobre el rosal y cuando me hallé a una altura considerable inicié el descenso volando en espiral. Las manchas brotaban de lo verde, era lo mismo que estar suspendida en el hedor de la planta, me balanceé de un lado a otro. El sol casi emergía bañando con su líquido mi cuerpo, que se erizaba a causa del sueño. Entonces localicé, en un extremo de la zarza, otro tipo de mancha: era oscura, de una densidad atroz, negrísima, entre cuyas sombras se alcanzaba a ver apenas el nacimiento de las ramas interiores del tupido rosal. Las espinas destacaban y al acercarme a ella constaté que se trataba de una especie de hendidura por la que se podía acceder al interior.
No sé si fue el peligro o la tentación lo que me condujo a internarme. Por un lado, imaginaba la secreta rosa azul, inmensa en la noche de la mata; por otro, la alegría de mis compañeras, la reunión espontanea, la ligereza de bromear. Lo cierto es que me adentré en lo oscuro y las bifurcaciones de ese deseo son irrelevantes. Sentía que algo tiraba de mi, un aliento, una pesada respiración que me llevaba a entrar. A sabiendas de que descuidaba mi trabajo, que es lo más importante en cualquier circunstancia, a sabiendas de que mi deber era partir inmediatamente hacia una rosa, cualquier rosa, para depositar su ternura en las arcas, dejé que la respiración de la zarza me engullese.
El volumen de la maraña de planta era mayor de lo que había calculado al sobrevolarla. Temblaba la luz entre los tallos, haciendo que las espinas amanecieran un segundo y se perdieran en la noche a mi paso. Al principio choqué en las tinieblas pero mis ojos no tardaron en asimilar la penumbra. Me moví cuidadosamente por el pasadizo de hojas verdes atenta a cualquier indicio, tanteando el espacio, igual que si estuviese constituido por un material poroso sobre el que me deslizara. No tardé en perder la noción del tiempo; el pasadizo se combaba caprichosamente, estrechándose y retorciéndose sobre sí para, repentinamente, abrirse en dantescas galerías de espinas. La humedad era palpable, podía sentirla entorpeciendo el parpadeo de mis alas. Me sentí cansada y tuve que detenerme sobre una rama. Los impulsos luchaban en mi como dos fuerzas lanzadas la una contra la otra, anulando mi voluntad. Resolví continuar. Después de un rato llegué a una curva en la cerrada formación de la zarza; al fondo se abría otro inmenso corredor que se perdía en la oscuridad. Me pareció que, en la sombra atormentada, algo se movía. Afilé mis sentidos, me convertí en una sola antena, dispuse, en definitiva, todo mi cuerpo para percibir el menor signo de actividad. Paulatinamente la oscuridad empezó a desvelar sonidos lejanos. Creció la agitación en mi pero mantuve mi posición, dispuesta a emprender el vuelo de huida en cuanto se materializase cualquier amenaza. Mis numerosos ojos fueron comprendiendo la nueva tiniebla y comenzaron a formarse sombras al fondo del corredor. Creí distinguir un cuerpo. Después aparecieron otros, en goteo, a su alrededor.
El temor apenas dejaba moverme, y sin embargo no pude evitar acercarme muy sigilosamente, sin perder una posición cubierta. Finalmente logré descifrar la escena que se perpetraba en mi presencia: la sombra de mayor volumen era la de un enorme arácnido; parecía intentar acceder por la estrecha raja en la que acababa el corredor. Esta minúscula hendidura estaba ubicada frente a mi, por lo que la araña me daba la espalda. Si no distinguí mal, había conseguido introducir al menos dos patas delanteras y parte del cuerpo en el agujero, y las patas traseras empujaban tratando de impulsar lo que quedaba de ella adentro. De repente la estancia se iluminó durante un instante. Fue sólo un segundo el que me permitió verlo todo. El aguijón del arácnido se mecía de un lado para otro, hipnóticamente, púrpura, y de él se desprendía un icor a penas visible, como si fuera exudado; en la parte trasera de la araña había una marca blanquecina que le teñía el pelaje, de tono marrón; al otro lado de la hendidura por la que la araña se afanaba en entrar, a través de la maraña de espinas que simulaban un castillo, se veían diez, quizás quince carnosas flores; ni la más pequeña de nosotras habría podido franquear el alambique de puntas que codificaban la imagen. Alrededor de la araña distinguí a dos de mis hermanas. A duras penas conseguí contener el sobresalto, como si la escena que presenciaba me estuviese envolviendo en su acción, imprimiendo en mi un ritmo acelerado. Las alas empezaron a batir, el corredor era estrecho pero al otro lado había un tesoro, antes de que la luz se apagara nuevamente vi como mis dos compañeras (ambas recolectoras) endurecían su apéndice, del otro lado de la muralla de espinas brilló el tono dorado del polen mezclado con la lluvia, y antes de que tuviera tiempo, justo en el momento en que frente a mí las dos recolectoras hechizaban al arácnido con su aguijón, la luz se desvaneció totalmente, el corredor se sumió en la sombra total. No necesité entonces un segundo para batirme en retirada. La maraña de zarza golpeó mi cuerpo, atolondrada como estaba. Se cruzaban a toda velocidad los terrores mezclados con el pensamiento de una manera rudimentaria, básica, igual que si manaran de una misma fuente. En mi azoramiento choqué con todo en aquel estrecho laberinto. No me atreví a mirar atrás pero la imagen de mis hermanas, mis heroicas hermanas, dando la vida para proteger el fruto dorado del esfuerzo reverberaba en mi espíritu, me parecía inverosímil. Pensé que toda la colmena habría debido notarlo, todas debían saber ya, de la misma manera que en ciertos momentos la reina espolvoreaba su vuelo sobre nosotras, polvo del sentido que inmediatamente nos ponía en marcha, me decía, han tenido que notar la vibración, a pesar de la distancia que nos separa, han debido notarlo con la misma fuerza que late aquí dentro de mi, la huida rápida y torpe, alcancé la luz, casi no podía respirar. Torpemente, diría que torpe y lastimeramente, deambulé con incredulidad; había olvidado la forma exterior de la zarza. El esfuerzo y la tensión habían borrado momentáneamente el recuerdo del aire puro y del sol abierto, y así me alejé del muro sobre el que trepaban las bellas manchas, y escapé de allí.
Demoré la práctica totalidad del día en regresar a la colmena. Al azogue del miedo, me había extraviado. Me costaba un mundo reconocer el terreno aunque para entonces llevábamos trabajándolo durante tantos días que lo normal hubiese sido no tener problema en hallar el camino. Me encontraba casi catatónica. Sabía sin resquicio posible a la esperanza que las dos hermanas habían dado la vida, pues la naturaleza nos ha hecho de tal manera que si una de nosotras acomete la lucha y hiere algo, sus propias entrañas magnifican el gesto de entrega a la colmena. Mientras deambulaba sin sentido por la comisura del bosque maldecía con el corazón; maldecía la inocencia de mis compañeras, que no habían comunicado inmediatamente el hallazgo en la zarza, maldecía al aracnoide que se cebaba con nuestra suerte, maldecía a la naturaleza, a la mía y a la de las mías, por obligarnos a luchar sin descanso y a penas gratificación por algo tan simple como el sustento, maldecía a las mismas flores de cuyo hechizo se nos había hecho guardianas, todo era una maldición y las lágrimas resbalaban sobre mis ojos. Perdida como estaba, la simple idea de regresar a la colmena para informar de tan trágicas novedades no se materializaba en mi. Finalmente conseguí tranquilizarme. Tomé sitio sobre una hoja amarillenta, respiré, poco a poco el frío y la humedad del árbol calmaron mis nervios. A lo lejos distinguí el destello plateado de un estanque que me era conocido. Mi pensamiento se asentaba y a la par que lo hacía me era posible reconocer las imperceptibles marcas que dejamos en nuestro entorno para hacerlo nuestro. De repente me sentí sin fuerzas.
Quedaba ya muy lejos la tierna mañana y las insignificantes colectas de polen que había realizado, el bullicio del panal se ocultaba tras la serie de acontecimientos que se había desarrollado ante mi. Desconozco cuánto tiempo transcurrí de esta manera, posada sobre el nacimiento del otoño, observando la lámina de agua, pero finalmente descubrí que había reemprendido el vuelo e, igual que si la decisión la tomase otra, regresaba a la colmena.
Al ser consciente de dónde me dirigía comencé a ordenar mi discurso. Debía comunicar cuanto antes tanto el hallazgo del depósito de polen que las hermanas habían recolectado en el interior de la zarza como la posible amenaza de la araña y el propio hecho de las bajas. Intuía que en la colmena se formaría un pelotón para salvar el fruto costoso de las flores atesorado entre las espinas. Al pensar con la cabeza reposada no pude dejar de plantearme ciertas dudas: ¿por qué las hermanas habían adoptado aquella forma de trabajo? ¿Cómo era posible que no hubiesen informado de la intención de acumular el polen en el interior de la zarza? ¿A qué se debía semejante descuido de organización, que tan rigurosa era siempre entre nosotras? Al iluminarse aquel pasaje de los horrores había creído ver una gran cantidad de néctar tras el muro de espinas; tamaña cantidad, me dije extrañada, era fruto del trabajo de días, semanas quizás. Aunque en mi mente se reproducía la imagen de las compañeras clavando su aguja sobre la araña me decía que algo raro estaba pasando. Resolví comunicar todo lo que sabía a las superioras, pues ellas darían con la respuesta que amenazaba mis conocimientos. No hice caso a los bailes de saludo que se me dedicaron en los aledaños de la colmena y me introduje en ella sin dilación. Busqué a alguna hermana de mayor rango. Había empezado a anochecer y la actividad en la colmena se desarrollaba sin anomalías: los otros grupos de recolectoras habían regresado hacía tiempo y se disponían al descanso. Mientras tanto, las constructoras seguían erigiendo celdas hexagonales para cuando las crías, alimentadas con el mismo manjar que la reina durante tres días, crecieran y se ganasen un puesto activo en la sociedad. Nada en la actividad de la colmena era distinto a un atardecer cualquiera.
Me disponía a realizar la vibración de alerta para llamar la atención de las superioras cuando la vi. Me dije que el agotamiento debía haber dañado mi entendimiento. Sin embargo ahí estaba, era real. A pesar de ser del todo imposible, era real. Balbuceé a duras penas a la par que refregaba mis ojos, volví la vista, la suave llama del atardecer iluminaba la actividad cálida de la colmena: era real. Ante mi acababa de pasar una de las recolectoras que había visto clavando su aguijón sobre la araña en lo profundo de la zarza. La perseguí por entre las hermanas; necesitaba tocarla, abrazarla para celebrar el milagro, cerciorarme de que estaba completa, que sus tripas no habían quedado, a modo de bandera sobre el hasta clavada en el monstruo. La divisé a pocos metros, danzando sin sentido alrededor de la colmena. La alcancé y me abalancé sobre ella prendida por la alegría. ¡Estás viva!, le expresé con un vuelo circular, ¡has conseguido sobrevivir al ataque! ¡Es milagroso, hermana, estás viva! A nuestro alrededor otras compañeras bailaban sin reparar en nosotras.
Mi compañera se apartó de mi. ¿A qué te refieres, hermana? Le expliqué a toda velocidad lo que había visto aquella mañana, cómo había sentido la obligación de adentrarme en el interior de la zarza, cómo había continuado avanzando por el corredor de espinas hasta presenciar la araña, la manera en la que el sol había iluminado el interior de la zarza permitiéndome ver el deposito de polen; su último vuelo contra la araña, ahora convertido en prodigio. Mi alborozo era tan grande, sentía una alegría tan inmensa por ver a mi hermana con vida, que no percibí las expresiones de extrañeza que me dedicaba.
“Estás en un error hermana, has debido confundirme. Las compañeras y yo no hemos trabajado hoy en ningún rosal sino en un pequeño jardín, con poca fortuna. Has debido confundirme con una abeja de otra colmena.”
¡Eras tú, estoy segura!, le he contestado. Es imposible que te haya confundido. He visto cómo clavabas tu aguijón en el arácnido.
Entonces la hermana se ha inclinado sobre su abdomen y, haciendo tensión, la aguja ha sobresalido, inmaculada, de su vientre.
“¿No ves que yo tengo aquí mi aguijón? De haberse tratado de mi, ¿cómo explicarías esta prueba irrefutable, salvo por un error que hubieras cometido?
No es posible, le he contestado. Estaba segura de que la había visto a ella en la zarza. La había reconocido, sin lugar a duda. Volví a referirle la historia. Le referí que había visto junto a ella en el rosal, a otra compañera que también luchaba con la araña. La recolectora se giró y allí, a unos pocos metros, haciendo eses en el aire, vi el milagro: entre el resto del pelotón, la otra compañera se encontraba bailando estúpidamente.
Traté sin éxito de hacer entrar en razón a mi hermana, pero no quiso escucharme. Sencillamente trazaba formas azarosas en el aire, ajena a lo que le contaba. La aparición de la segunda abeja fue demasiado para mi argumentación. Me mantuve aún unos segundos junto al resto, observándolas para cerciorarme: todas las pequeñas marcas coincidían y sin embargo ahí estaban ellas, indiferentes a la realidad. Una pesada carga se adueñó de mi y me aparté de ellas. La maquinaria de mi mente chirriaba a causa de lo que estaba presenciando. Me alejé de mis compañeras mientas las últimas manchas solares dejaban de proyectarse sobre la colmena, envuelta en dudas.
Estaba convencida de la realidad de lo que había visto. Entonces, ¿cómo era posible? ¿De qué manera era concebible que mis hermanas jurasen no saber de que les hablaba, cuando ellas mismas habían sido las protagonistas de la pesadilla? ¿Acaso era posible que me encontrase en un extraño caso de enajenación? ¿Y por qué motivo ocultaban aquellas hermanas el depósito de polen escondido en el rosal? ¿Acaso no estarían ocultándolo para beneficiarse ellas de su trabajo, de espaldas a la colmena? Sin embargo eso sí era del todo inconcebible: las abejas somos un único cuerpo, de la misma manera que hay una única flor de la que mana todo el alimento. ¿Acaso no trabajamos pensando en el beneficio de nuestro prójimo, acaso nuestro mayor valor no reside en el hecho de que somos hermanas y como tal hacemos del trabajo algo que nos beneficia en conjunto? ¿Era posible que hubiéramos llegado a aquel punto de solipsismo? Entonces recordé los inocentes bailes de la noche, y cómo las ancianas no entendían que los realizásemos para nuestro divertimento individual. ¿Nos habíamos convertido en una comunidad ineficaz, sólo útil para beneficiarnos del trabajo de las obreras menores pero incapaces de la retribución?
Sumida en el tormento como me hallaba, no oí llegar a otra de mis hermanas. Era la abeja díscola, la sembradora de dudas, la amiga rara. Cuando comenzó a hablar di un fuerte respingo, perdida como estaba en mis cavilaciones. Se posó junto a mi en la rama, y de inmediato se elevó frente a mi. Me parecíó, en aquel momento, más vieja y gastada que nunca.
Ante mi y para siempre bailó una sola vez, y sus palabras se repiten ahora en la noche de mi celda. Veo los acontecimientos de esta aciaga jornada igual que oigo a tan sólo unos centímetros de mi el sonido del engranaje, oigo cómo discurre la vida en el corazón dorado vibración a vibración y sin embargo no entiendo, se cierran las flores al color pálido de la noche y la máquina funciona sin descanso, hexágono a hexágono, y la reina se acuesta en su cama de pétalos y los zánganos suspiran por su robusto vientre, oigo a las obreras consumiendo el polen para endurecerlo y el baile me parece continuo, una danza terrible y bella e imperceptible que nos empuja cual ladrillos en la construcción de este sin sentido, oigo la sombra y me acurruco en mi nido que otra ocupará en breve y luego otra y luego otra, todo lo que pienso se pierde para siempre, oh, cómo he podido dormir hasta ahora con esta vibración, con este sonido de patas criando más y más muerte que todo lo imposta y lo vuelve corruptible, ahora veo un fragmento, se apaga el sonido y la reverberación, es otra vez mi compañera aislada, veo su mensaje escrito en el viento, su mensaje secreto y al fondo el nido, he sido yo quien ha construido esta burla que ahora me responde, hemos sido nosotras quienes se han disfrazado y han olvidado que lo hacían, alegremente bailamos y entiendo por fin, tarde, el significado de esta pirueta:
“Nosotras no somos abejas, hermana, sino avispas.”
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