top of page

Un Buen Día

  • Adri Fitanovich
  • Mar 29, 2017
  • 14 min read

Tengo que coger un autobús de línea para llegar a casa de Jausa. El trayecto dura veinte minutos y después hay que caminar otros quince minutos para atravesar una especie de polígono industrial. Es de día y sábado por lo que no hay mucha actividad. De vez en cuando me cruzo con algún vigilante y nos quedamos mirándonos pero pronto se dan cuenta de que no soy una amenaza y se alejan andando en la otra dirección. Entre la espera, el paseo en autobús y la caminata me cuesta unos cuarenta minutos llegar a la casa. Al final la veo, y hay luz, con el campo abierto en la parte trasera que es como un gran charco. Al menos en invierno.

Jausa tarda en abrir la puerta. Hay que esperar aunque no se oiga nada ahí dentro. A través de las ventanas, la figura, como una manta. Sin embargo Jausa abre la puerta finalmente. Demoro un instante en mirarlo bajo el marco y luego entro. Se está bien en la casa y aunque el ambiente es de luz ténue me resulta imposible no fijarme en las dos habitaciones que hay al fondo, que tienen la puerta abierta y de las que se desprende una gran negrura. Las cortinas están echadas en toda la estancia; en esas dos habitaciones, también las persianas. Me quito la chaqueta y mientras Jausa se dirige al comedor la dejo en el perchero que hay junto a la puerta. En el salón hay una mesa con cuatro sillas. Desde ahí se ven todas las habitaciones. Hay platos sobre la mesa y también cubiertos y manteles. Jausa está en la cocina. Hablamos. Le digo que las habitaciones muy pequeñas pueden volverte loco pero que las casas muy pequeñas son saludables. Hay ruido: una tabla, la olla que está al fuego, el cuchillo que cae sobre algo y la tabla, y mientras espero miro a los lados por una ventana y para hacerlo tengo que retorcerme en la silla lo que hace que mi columna emita un pequeño crujido, y es agradable. Realmente no hay nada, el cielo es azul pero sobretodo gris, hay muy poca luz afuera y sobre el gran charco se refleja eso, la nada, la nada del invierno, y el paisaje no acaba, se prolonga en una línea marrón donde la hierba y el barro se hielan lentamente, y al hacerlo brillan y me imagino claramente cómo crujirán al pisarlos. Jausa dice entonces: los espacios pequeños agudizan el ingenio. Le pregunto qué vamos a comer. Ahora estoy picando cebolla. Luego pimiento rojo y verde. Luego echaré los trozos de pollo en la sartén. Luego haré los tallarines. Es más rápido de lo que parece, dice Jausa. Le digo que suena bien. Desde donde estoy lo veo de refilón. Lleva unos pantalones de chándal y una camiseta muy ancha, y sobre ella una bata de estar por casa. Se mueve por la cocina sin hacer ruido porque lleva unas zapatillas de tela. Vuelvo la vista sobre la mesa y el plato que tengo delante. ¿Qué tal te va en el nuevo trabajo?, pregunta Jausa.

Le digo que me quito los calzoncillos y me aparecen pelos grises entre los huevos. Se ríe. A mi me pasaba con una novia, dice. Me metía en la ducha y sacaba pelos larguísimos y rubios de entre las pelotas. Todos acababan ahí, dice. Le digo que en realidad tengo toda la ropa llena de pelos de gato, no solo los huevos. Le digo que una semana atrás, mientras tomaba algo en un bar, el tipo que estaba al lado mío casi se ahoga porque tenía alergia. Pregunto en voz alta: ¿me convierte eso en un arma?

Hay una pausa y después le digo que me va bien en general. Le digo que pago el alquiler y la luz y el agua antes del día cinco. Le digo que en el laboratorio de la veterinaria hay veneno como para eliminar a un bloque entero de pensionistas, y que de alguna manera esa posibilidad me tranquiliza. No el deseo de hacerlo sino la posibilidad de hacerlo. Le digo que evidentemente yo nunca haría algo así pero que es bueno para la imaginación saber cuántos litros de medicina para los oídos son necesarios para envenenar a quince personas. Le digo que son muchos menos de los que uno creería. Mi padre y mi madre están bien, dice de pronto Jausa desde la cocina, sin venir a cuento. Oigo el agua que ha empezado a borbotear y cómo los tallarines caen en el agua. Le pregunto si necesita ayuda. Lo tengo controlado, dice, es mecánica. Hacer esto después de esto mientras aquello pasa. Y luego: con la jubilación piensan hacer un viaje. Le digo que no me los imagino viajando. ¿Por qué?, pregunta. Le digo que tengo la imagen mental de todo el mundo en un momento preciso. Le digo que la de su madre es cuando la veía en la panadería los domingos con el periódico y me saludaba, y la de su padre es dibujando los planos en el cuaderno. Los tiene todos guardados, dice Jausa. Los cuadernos, añade. Le pregunto a dónde quieren ir de viaje. Piensan que Indonesia. Tres semanas, dice. Le digo que me parece bien. Luego le pregunto cómo está su corazón. Le oigo revolver la comida y de repente tengo muchas ganas de fumar. Es más bien la cabeza lo que acelera, dice, y cuando lo hace prestas demasiada atención y sólo puedes pensar en que no quieres que se pare. De todas maneras no siempre ocurre, y hablar de ello no es lo mejor. La ventana de la cocina se empaña cuando los tallarines caen en el colador. Unos minutos después Jausa aparece con la olla en las manos. Sirvo toda la comida en los platos e inmediatamente Jausa se lleva la olla de vuelta a la cocina.

Luego comemos.

Son las cinco de la tarde y de vez en cuando aparece el sol. El cielo sigue, sin embargo, plomizo, y es como si la luz llegase atravesando una sábana y fuera esta la encargada de distribuir la claridad, que dura a penas unos segundos. La temperatura ha bajado dentro de la casa. Hay ropa doblada en las sillas y la sensación es de desorden, o más bien de ligera saturación del espacio. En las paredes del comedor, que también hace de salón, hay tres cuadros colgados, aunque se ven más clavos desnudos que sobresalen, en los que no hay nada. La verdad es que, en realidad, no hay casi nada en ningún sitio. Apilo los platos, junto los cubiertos y cuando los estoy llevando a la cocina le digo a Jausa que le he traído una cosa. Le digo que la tengo en el abrigo y que luego se la daré. Le digo que voy a fregar yo pero que antes quiero salir al patio a fumar. Digo la palabra patio, e inmediatamente me doy cuenta de que no es la palabra correcta. No me importa que lo hagas en la cocina, dice Jausa. Está sentado a la mesa en el sitio donde ha comido, con las piernas cruzadas. Le digo que prefiero salir fuera.

Los cigarrillos están en la chaqueta, los cojo, abro la puerta, salgo de la casa minúscula, la rodeo, me coloco junto a la ventana de la cocina y prendo uno. De espaldas a la ventana. En un costado hay un tendedero de metal lleno de calcetines endurecidos por el hielo. Antes de cada calada entrecierro los ojos y el humo me pasa por la cara. Pienso que lo que más me gustaría hacer en ese momento es emborracharme en esa casa que está ahí detrás, pero sé que Jausa ya no tiene nada para beber. Fumo y empiezo a caminar hacia adelante. Sobre el charco. El barro cruje imperceptiblemente pero donde hay agua aún no ha llegado a helar. Doy pasos lentos y a la par que fumo contra ese fondo de nube fría pienso distraídamente. Pienso en lo curiosos que es oír esa especie de bramido que se prolonga, que es el sonido de las afueras de una ciudad, de todas las ciudades, y pienso que el mundo, y la vida, parecen haber quedado ahí atrás a tan sólo cinco pasos de distancia, y que ese momento es lo más parecido que recuerdo a la necesidad de pausa que percibo en mi de vez en vez. Doy otro paso. Pienso que el mundo y la vida es eso que está en el exterior, y que si me diese la vuelta, desde ese sitio, quizás podría recoger las esquinas del pañuelo y atarlas en un macuto, y que al hacerlo por fin estaría en disposición, una vez sujeto todo, de olvidarlo temporalmente, de ocupar la memoria con otros lugares. Las nubes a penas se mueven en el cielo. Cada paso que doy es la realización de una estrategia que salta de un papel al campo mediante mis pies. Justo antes de dar otra pitada, mientras avanzo la bota en medio de la nada, distraída y finalmente (este y los otros pensamientos no duran) pienso que soy yo precisamente lo que está en el exterior y que el mundo y la vida están en el lugar que han estado y estarán siempre, y que acaso lo que tenga que pasar sea precisamente lo contrario, es decir, que quizás vaya siendo hora de pensar en entrar, más que en salir, y justo entonces la bota se me hunde en el charco. La saco rápidamente y deshago los pasos con precaución. Maldigo y vuelvo junto a la ventana de la cocina y veo la casa por detrás. Hay dos ventanas más con las persianas echadas completamente. Miro hacia adentro donde Jausa sigue sentado en el mismo sitio. Cuando me ve hace un gesto con la cabeza y dice algo, o al menos mueve los labios. No quiero tirar el cigarro ahí así que me agacho y lo sumerjo en el charco, y luego rodeo la minúscula casa, abro la puerta entornada, me quito el abrigo, lo dejo en el perchero y voy a la cocina. Le digo a Jausa que hace frío. Le digo que no me había fijado en que la casa tenía un trastero. Le digo que he visto un ojo de buey desde afuera. Es muy pequeño, dice Jausa, viene bien para las cosas. Ahí guardo las cosas, añade a continuación.

Mientras tanto he tirado la colilla en la basura y me remango para fregar. La bota es impermeable y aun así hay una humedad débil en mi pie, como de mano usada. Ordeno los cacharros en montones, con lo platos abajo del todo y luego la sartén y luego la olla y sobre esta el colador y dentro de este los cubiertos y espátulas que Jausa ha utilizado para cocinar, y después acciono la palanca del grifo. El agua sale blanca en forma de tubo, cae en el fregadero, espero, un segundo, dos, tres, a que el agua se temple, meto las manos. Hay más cacharros alrededor de la pila. Como si llevase días sin fregar.

¿Alguna vez te has quedado atrapado?, pregunta Jausa, ¿alguna vez te has quedado atrapado en un desván oscuro, y no encontrabas el interruptor de la luz?

Le digo que había luz. Una muy blanca y brillante. Le digo que no estaba solo.

Tengo mis cosas en el trastero, dice Jausa. Me da la impresión de que no ha oído lo que le he dicho. Está sentado en la mesa, en el mismo sitio de antes, con la bata de andar por casa abierta, medio abierta, inclinado, igual que si un brazo, el izquierdo, le pesase doscientos kilos, mientras habla: el otro día desplegué la escalera del desván para buscar una cosa que creía que estaba arriba. Una brújula, estaba buscando, que yo tenía hace años. Ahí arriba no hay más que cajas y cosas, dice Jausa.

Le pregunto si se podría encender la calefacción, o una estufa. Digo que he debido de quedarme frío al salir a fumar. Claro, dice. Hace un movimiento que veo por el rabillo del ojo. Ya está, dice. No noto diferencia alguna. El agua que sale del grifo es cálida. En la cocina hay una mesa cuadrada, a mi espalda, que guarda dos sillas de madera en el regazo, y sobre ella hay sobres desparramados, rasgados por un costado, y un tostador de pan, cuyo cable desaparece por el otro lado. He cerrado el grifo y ahora me arremango las mangas de la camisa, doblándola en rectángulos que se pliegan sobre sí mismos y que trepan por mis brazos, por los que caen gotas desde mis manos. Pienso que es curiosos, en una misma dirección, en un mismo camino, recorriendo el mismo sentido, que las mangas de la camisa suban y las gotas caigan. Y ni siquiera la quería para algo porque sé que el sur es ese y el norte ese, dice Jausa señalando con el dorso de la mano. El movimiento flota. Me había acordado de algo y quería tenerla al alcance, pero ese recuerdo desapareció y fue sustituido por su imagen. Entonces la recompensa era ver la brújula sobre la mesa. Se me hacía raro que la realidad no se correspondiese con la imagen de la realidad. Estuve media tarde para encontrarla. Sólo para verla sobre la mesa, dice Jausa.

Sin mirarlo le digo que así es como se pierden las cosas. El fregadero es pequeño y tengo que aclarar el jabón de lo que friego inmediatamente después de fregarlo. Al mirar por un instante a través de la ventana de la cocina, que está justo al lado del fregadero, me parece que el gran charco del patio refleja la masa pálida de nubes y a la vez las entrañas del campo, igual que si estuviesen acostados el uno sobre el otro, y me digo que ha debido a empezar a helar ya en serio, pues es el comienzo de la noche. A simple vista es palpable que el ambiente se ha vuelto todavía más frio. La imaginación había sido tal que desplegué la escalera y subí al desván, dice Jausa. Abrí las cajas y esparcí el contenido alrededor y sobre otras cajas. Como esto es pequeño guardo arriba mis cosas. A veces me pregunto si podría vivir en una gran mansión pero el espacio, el espacio pleno y las sucesiones de puertas y la cuenta infinita de ventanas y paredes y pasillos… quiero decir, sin lugar a dudas, es como vivir en un barco: horrible, dice Jausa. La brújula debía estar en la mesa, no dejaba de repetirme, la brújula debe estar en la mesa, la brújula debe estar en la mesa. Al abrir la cajas aparecían las tazas, los calcetines, las camisetas, platos, libros, carpetas, cajas dentro de cajas, jarras, motores viejos, velas, facturas, cada cosa desperezándose, asintiendo ante el nuevo espacio, cambiando, habiendo cambiado. Había oscurecido cuando ocurrió el apagón. La casa entera quedó en silencio de repente, yo quieto, e inmediatamente, como si reptaran, como si vinieran reptando o hubieran estado tapados por una sábana, los ruidos la ocuparon, quiero decir, los otros ruidos se hicieron con la casa, desde el campo y las fábricas. Tan increíblemente oscuro, dice Jausa, que no encontraba la puertecita ni el agujero con la escalera; y sin embargo me dije, porque al principio pensaba que me ahogaría, que los nervios saldrían disparados de la piel y habría que desclavarlos con un martillo, ahora estoy ciego, me dije ahora, la ciudad no tiene ojos, e imaginé mientras me recostaba en el suelo del desván, apartando los tenedores y la alfombra y el aspirador, tratando de relajarme para que el corazón volviera, que las fábricas se habían parado también, siguiendo aquel camino imaginé, mientras buscaba la postura sobre las tablas tratando de no sentir el frío, mientras caían las primeras gotas, que los obreros salían a la calle con cigarrillos en la mano, que las gotas caían sobre ellos también, y vi que charlaban, al principio creo que sobre el apagón, digo, cuándo volverá la corriente, pues aún no vuelve, etc, y seguía tumbado en el desván, no se veía nada, la noche era un candado frío y que pesadamente se había adueñado de todo sin que nadie se diera cuenta, un criminal inteligente que como un diablo había tocado el contorno de la ciudad en silencio, convencida de que las farolas nublaban, más que alumbrar, nublaban la verdad de sus dominios que de repente había, con un movimiento magistral, recuperado, imaginé que luego los obreros hablaban de otras cosas, más importantes, más ligeras, y seguí paseando por las afueras hasta llegar a la gasolinera y a los primeros edificios, había coches detenidos como estatuas, los intermitentes, contados a decenas, hacían parecer que aquella parte de la ciudad estaba siendo cortada en fotogramas, y dependiendo en cuál cayeras, si todo se apagaba de repente, por un momento, quedabas en la parte oculta del metraje, en los huesos, en la parte del guión que contiene la frase que no se dice, lo vi aunque no tenía ojos, fui absorbido por el latido, los edificio se mezclaban con los árboles, me dije, los edificios son ahora, en este segundo en que somos todos, la oscuridad intermitente, seguí caminando, personas salían de sitios, las voces y alguna alarma, había ladridos, por el ojo de buey del desván un relámpago, azul y blanco, las voces y alguna alarma, los pasos, mientra me adentraba en la ciudad se repetían las intermitencias, aparecíamos y desaparecíamos, el negativo se mezclaba con lo otro, me di cuenta de que llegaba al río, aceleré, sobre el cristal del ojo había lluvia y yo también me mojaba, la brújula pensé, la brújula pertenece a la mesa, el río tampoco tenía ojos, se tragaba el sonido, y no había diferencia porque el río, el cielo, la ciudad, la gasolinera, los perros, la fábrica apagada y los obreros y la brújula éramos lo mismo, de repente la vi, llevaba una hora tumbado, de repente la vi, a ciegas aparté el macetero, las cajas, la colección de libros de guerra, el sombrero, moví otra caja, puse la caja sobre la caja, abrí la caja, metí la mano en la caja, revolví la caja, y saqué la brújula.

Jausa hace una pausa entonces, y luego se levanta. Le digo que he terminado de fregar. Los platos y las sartenes están apilados sobre un trapo de cocina blanco. Mira, dice Jausa mientras me seco las manos. La brújula es amarilla y tiene un cordón para colgártela al cuello. Le pregunto si esa sensación había pasado rápido, después de que la luz volviera. Le digo que la verdad es que, lamentablemente, se me está haciendo tarde. No, dice Jausa. Es pronto. La luz volvió y yo estaba tumbado alrededor de un montón de cacharros y de ropa, dice Jausa. Tenía la brújula en la mano. La observé, dice Jausa., yo me pareció que esta fuera la brújula que debía estar en la mesa. Luego estuve una hora para guardarlo todo. Fue ridículo, dice Jausa.

Le digo que una casa vacía es el sitio más absurdo de todos. Le digo que el sentido, en nuestros días, aparentemente, es una cuestión de espectadores. Le digo que los fotogramas que quedan fuera de una película los queman inmediatamente porque de ellos nacen monstruos. Jausa ha vuelto a sentarse en el mismo sitio de antes. En la mesa. Asiente con la cabeza a lo que digo. Asiente, y tiene la cabeza cada vez más gacha. Casi no puedo ver su cara.

He empezado a pensar. Tengo un largo camino de vuelta a mi casa y es de noche. Cuando llegue, tras los cuarenta o cincuenta minutos de trayecto, cogeré algo de dinero e iré a ver a Julia. Le contaré esta historia aunque no sé si significa algo. Le contaré que Jausa está mucho mejor y que la comida ha sido excepcional. Jausa está concentrado, mirando la brújula sobre la mesa, entre las migas de pan. Rodeo la mesa con el abrigo en la mano y por encima de su espalda observo el lenguaje repetitivo de la aguja. Me giro y miro por la ventana de la cocina. Ya no se ve nada. Tan sólo la sombra, la sombra en la que entraré en un instante. Le digo a Jausa que bueno, hemos pasado un buen rato. Sí, dice. Otra vez miro por la ventana, sabiendo, ahora, que estoy mirando hacia el este. Palmeo la espalda de Jausa. Le digo: gracias por todo. Le digo que nos veremos dentro de poco. Le digo que ni se levante. Sí, dice Jausa, gracias a ti por la visita, hombre. Voy hasta la puerta, la abro. Noto algo en el bolsillo de la chaqueta. Entonces digo: casi lo olvido. Retrocedo dos pasos. Abro un cajón del aparador que hay junto a la puerta y lo deposito, sobre los otros cuentos que están doblados, igual a como los dejé la vez anterior. Abro la puerta y me quedo un segundo ahí. Jausa se levanta finalmente y en cuatro pasos se coloca junto a mi. Miramos por la puerta, hacia afuera, juntos. Por ese costado de la casa se ve el camino, la pobre carretera y, más lejos, las luces de la factoría. Y aun así uno diría, dice Jausa, que nos ha tocado vivir en esos fotogramas; y luego añade: en los márgenes mismos. Veo el camino, la pobre carretera y, más lejos, las luces de la factoría, que se suceden, sobre una misma línea, que empieza en mi.

Digo adiós, Jausa. La puerta se cierra.

 
 
 

Comments


bottom of page